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EL
VALLE
PARA QUE UN DIA
AL MORIR AURORA, NO MUERA LA HISTORIA DE TORO,
VALLE.
Por Ana María
Castro Roldán
La
historia está viva hasta que Aurora Becerra
atraviese por última vez la calle segunda
que separa su casa de la cuadra de al frente.
Tantas veces lo hace cada día y el día
que deje de hacerlo, todos los Toresanos, -los
que han regresado, los que viven en un exilio
voluntario de sus propias raíces, los que
vienen del exterior por lo menos una vez al año
y con mayor razón los que nunca se han
ido-, nos vamos a sentir huérfanos de nuestra
historia y asombrados porque el milagro llegó
a fin. Los abrazos del reencuentro con los paisanos,
como el primer homenaje rendido a su memoria,
sólo nos contagiaría un poco más
de la soledad de la amiga de todo el mundo que
se fue a cumplir la otra parte de la historia
: la del paraíso.
La
cuadra de Aurora no es la calle que separa un
siglo de otro, es la vida de Aurora Becerra lo
que simboliza la permanencia de un mundo sencillo
y pastoril del siglo XIX , que a pesar de los
fuegos violentos del azul y del rojo y otros más
recientes no tan definidos en color, aun conserva
su inocencia.
Toro fue fundado 81 años después
del descubrimiento de América. Nació
en las Selvas del Chocó, a nombre del Rey,
con todas las ceremonias acostumbradas para entonces,
el 3 de Junio de 1.573 y catorce años después
pasó al lugar que hoy ocupa, al Norte del
Valle, al lado de la Cordillera de Occidente,
en tierra generosa para la uva, el tomate, la
guanábana, el Maracuyá y casi todas
las frutas. Con certeza fue un 15 de Agosto que
se dio el asentamiento definitivo, y por esto
el pueblo, -fervor que se ha conservado hasta
hoy-, está consagrado a la Virgen de Nuestra
Señora de la Consolación o Consolita.
Aurora sirve el café con el cuaresmero
y el pandeyuca y uno siente que las manos de los
antepasados se siguen comunicando con nosotros
con ese gesto propio de los Toresanos, que entregan
todo lo que saben, todo lo que tienen, todo lo
que aman, todo lo que siempre les ha rodeado.
El afecto por los pandeyucas y los cuaresmeros,
el guiso con carne de marrano y los tamales de
los Sábados, las empanadas de cambray,
los bizcochuelos que se hacen los Martes, la mantequilla
de Corozo, etc, es una compleja y exquisita transferencia
del amor entre compadres y comadres, amor sin
fronteras que ha pasado de una generación
a otra, mientras sus vidas vieron pasar la vida
del pueblo, a veces sin querer salir de él
para no entrar en contacto con otra atmósfera
que desvirtuara lo poético y lo doméstico
de un lugar que se quedó detenido en un
rincón junto a la cordillera , entre las
costumbres y el tiempo.
Aurora no es la única que aun puede contar
las anécdotas de tres generaciones que
ha conocido y que incluso como Maestra, ayudó
a forjar. Ella al igual que Don Eloy Valdés,
Emilio Rivera, Chucho Marmolejo y hasta hace poco
mi abuela, son un patrimonio de la humanidad que
nació y vivió en Toro durante el
siglo XX y principios del XXI. En una “segunda
fila” están Marta Roldán,
Gerardo y Mario Castro, Dolores Rangel y dos decenas
más de personas que aun mantienen abiertas
las puertas de sus casas, que siembran uva y la
regalan en navidad, que madrugan a la misa de
seis, que están pendientes de qué
día es para saber qué se come y
que cada año con expectativa esperan las
fiestas Patronales del 15 de Agosto para reencontrarse
con los que llegan de Cali y otras partes. No
es exageración decir que Toro sin Aurora,
s in Don Eloy, sin Emilio Rivera, sin cada uno
de estos personajes tutelares se sentirá
extraviado, sin la esperanza de volver a ser el
que fue, quedará un poco mocho, como si
le quitaran un río, el árbol de
siempre, o el cielo en su mejor atardecer. Para
la generación del sesenta, cada uno de
nuestros abuelos volvió a fundar a Toro
porque lo amó tanto que su vida quedó
escrita en el tiempo y en las bancas del parque
y de la calle Real, en los vitrales de la Iglesia,
en las trajinadas baldosas del Club Caribe, en
los puestos de la galería, en las aguas
de la piscina de Bohío, en la esquina de
la droguería que manejaba Chucho Marmolejo,
en el recuerdo de las fiestas Patronales que organizaba
Doña Margarita Luna con su comité
de distinguidísimas damas, en la entrada
señorial hasta hace poco sin pavimentar,
hecha con un cortejo de palmas a lado y lado que
brindan la mejor bienvenida al huésped
para que éste siempre quiera volver.
Para contrarrestar la muerte existen un montón
de cosas que empiezan a nacer con la muerte misma
y se dan cita en los funerales. Para rescatar
la memoria de dos o tres generaciones uno de mis
abuelos, Don José María Castro Valle,
se inventó la cámara fotográfica
que ya estaba inventada en otro lado y ajunto
a ella, creó una ampliadora y las técnicas
para revelar negativos, copiarlos al papel y maquillar
los retratos utilizando el color natural de las
plantas. Su muerte prematura lo sorprendió
bien armado de recuerdos, que hoy hacen parte
de la vida de mi padre y de su actual misión
de reconstruir con ellos la historia de su vida
y de Nuestra Señora de la Consolación
de Toro, partiendo de las fechas que tienen sus
imágenes hasta nuestros días.
La otra historia que abarca desde 1.573 hasta
1.965 la dejó escrita Don Diógenes
Piedrahita en varios libros, uno de ellos llamado
“Homenaje a la Amistad” porque él,
autodidacta, periodista, político, hombre
de humor, era un convencido de la amistad y de
los buenos oficios de Celestino que practicó
con reserva y gracia hasta que la edad de 94 años
lo sorprendió en la cama muerto de risa,
antes que derrotado por la desesperanza. Mi otro
abuelo, Luis Alberto Roldán Posso, sobrevivió
33 años más que el abuelo inventor-fotógrafo,
-quien de paso también era su compadre-,
y no fue tan afortunado. Mi abuela, su esposa,
una valiente y sabia mujer, para entonces se deslumbró
con las promesas de la ciudad, se vino a Cali,
lo sedujo para hacer lo propio y el abuelo dejó
lo que más amaba, las tierras y el ganado
y para no olvidarse de Toro, -Valle-, todos los
días se asomaba durante muchas horas al
balcón para decir adiós a todo el
que pasaba, tal vez creyendo que en cada transeúnte
de la calle 39 Norte entre Avenidas cuarta y quinta
del barrio La Flora de Cali, latía el corazón
cómplice de un Toresano que como él
se acababa de perder en un mundo de ruido y asfalto.
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